Curiosidades

Rey que creía que el café era mortal.


Para demostrarlo, se le ocurrió una absurda idea.
Condenó a un reo de asesinato a ser ejecutado lentamente, bebiendo doce tazas de café diarias, mientras un grupo de médicos iba comprobando su progresivo deterioro físico. Pero el soberano nunca vio el desenlace del experimento, ya que murió casi diez años después, en 1792, asesinado por un disidente que se llamaba Anckarström. Y en los años sucesivos fueron muriendo uno a uno los médicos que el rey había designado.

De hecho, al final el único que quedó vivo fue el reo, quien acabó siendo indultado y murió mucho tiempo después, por causas perfectamente naturales. Aunque eso sí, nunca dejó de tomarse sus tacitas diarias de café.

Tampoco tiene desperdicio el caso de Menelik II, emperador de Abisinia. En 1887, un empleado de Thomas Alba Edison llamado Harold P. Brown inventó la silla eléctrica, y en 1890 se ejecutó con ella al primer reo: William Kleiner.

La noticia dio la vuelta al mundo, y al enterarse, el emperador abisinio hizo las gestiones para comprar una que, creía, sería un símbolo de su gran poder. Pero Menelik no tuvo en cuenta un detalle esencial. La silla letal solo funcionaba con electricidad, un adelanto que por aquel entonces todavía no había llegado al país africano. Evidentemente, el rey no pudo achicharrar a ningún reo con aquella silla, pero, tratando de buscarle alguna utilidad, no se le ocurrió mejor idea que utilizarla como trono durante algún tiempo.

Menos estúpido que sus colegas anteriores fue Muhamad Alí; no el boxeador, sino un shah de Persia que en 1899 viajó a Inglaterra en visita oficial. Allí, el soberano persa demostró que la delicadeza no era precisamente una de sus virtudes, porque durante una recepción celebrada en el palacio de Saint James, al ver a las damas invitadas, tuvo la lamentable ocurrencia de comentarle al príncipe de Gales que si aquellas eran sus esposas, lo mejor que podía hacer era decapitarlas a todas, dada su fealdad. Como era de esperar, no volvieron a invitarle nunca más.



El hombre nunca pisará la luna’

La historia está repleta de bocazas y profetas de pacotilla que, por su ceguera, rechazaron adelantos e inventos que estaban llamados a cambiar el mundo. Es el caso de Rutherford Richard Hayes, uno de los directivos de la compañía de telégrafos Western Union, que en 1876, cuando Alexander Graham Bell quiso venderle la patente de su nuevo invento, el teléfono, le respondió con una carta que decía: “Su invento parece interesante, señor Bell, pero sinceramente no acabo de verle su  posible utilidad práctica.”
Y los ejemplos de visionarios similares abundan en todos los campos. El físico estadounidense Lee DeForest sentenció en 1957: “El hombre nunca pisará la Luna, al margen de los posibles adelantos científicos”. Solamente doce años después, el astronauta Neil Armstrong se paseaba por nuestro satélite.



Igualmente, el padre del cine, Louis Lumière, sentenció que su gran invento no pasaba de ser una curiosidad científica y que no le veía “ninguna posibilidad de ser explotado comercialmente”. Años después, el productor Irving Thalberg tomó el testigo de Lumière y vaticinó en 1927 el fracaso del cine sonoro, alegando que “nadie en su sano juicio puede soportar dos horas escuchando a un grupo de personas hablando sin parar”.

Otro que dejó escapar el negocio de su vida fue Dick Rowe, un ejecutivo de la compañía discográfica Decca Recording Company, quien en 1962, tras escuchar las ma­quetas de un grupo de muchachos melenudos, sentenció: “No me gusta cómo suenan; además, la música de guitarra ya está pasada de moda”. Pero, claro, si hubiera sabido entonces que aquellos jóvenes eran The Beatles…

Un desprecio similar lo sufrió en su propia carne Ronald Reagan cuando en 1964 se presentó a una prueba para el papel de presidente de los EEUU en el filme El mejor hombre. El productor, Walter R. Hagen, le rechazó alegando que “no parece lo suficientemente inteligente como para resultar creíble como mandatario”. Se ve que, años después, los votantes no pensaron lo mismo.

Reagan, el mejor amigo del chimpancé
Precisamente, de Reagan se han dicho y escrito muchas cosas, y muy pocas de ellas buenas. No es nuestra intención juzgar aquí a tan controvertido personaje, pero ni sus más acérrimos detractores pueden negar que su historia tiene semejanzas con la de Forrest Gump: sus enemigos se empeñaban en demostrar que era tonto, pero el destino siempre le echaba una mano haciendo que sus rivales acabaron pareciendo más idiotas que él.

Es innegable que su carrera cinematográfica (salvo dos o tres títulos) no fue demasiado brillante, pero probablemente la película más patética que protagonizó en su vida fue Bedtimes for Bonzo (1945), una ridícula comedia en la que era un estudiante universitario que tenía que compartir apartamento con un ¡chimpancé parlanchín!

La historia viene al caso porque, cuando en 1965 Reagan se presentó como candidato republicano al cargo de gobernador de California, su rival, el demócrata Patrick Brown, trató de ridiculizarle resucitando aquella vieja película. Financió de su propio bolsillo la reposición del filme, y al cartel, en el que se veía a Reagan y al mono, se le añadió un nuevo eslogan: “Adivine cuál de los dos está más preparado para ser gobernador”.

Pero al tal Brown el plan le estalló en sus mismas narices, porque, cuando le preguntaban a la gente que salía del cine, todos respondían que iban a votar a Reagan. ¿Cuál era la razón? Pues porque estaban convencidos de que alguien que era capaz de mostrarse tan tierno con un chimpancé no podía ser en el fondo una mala persona.

Pero las tonterías no son solo patrimonio de los tontos, y ni siquiera los representantes más brillantes y geniales del arte y la ciencia se han librado de meter la pata hasta la ingle.

Un seguro contra extraterrestres

Es el caso del cineasta Stanley Kubrick, quien creía firmemente en la existencia de extraterrestres. Por eso, cuando inició el rodaje de 2001, una odisea del espacio (1968) quiso suscribir un seguro con la Lloyd’s de Londres, temiendo que en ese período se pudiera producir un contacto con seres de otros mundos que echara por tierra las tesis de su carísima película y le arruinase. Pero lo gracioso del caso es que la Lloyd’s no firmó el trato alegando “altas posibilidades de riesgo”.
Peor fue lo de Theodor von Bischoff, un fisiólogo alemán y experto en Anatomía de la Universidad de Heidelberg que, a finales del siglo XIX, estudió la diferencia entre los cerebros del hombre y de la mujer. Terminadas sus investigaciones, llegó a la conclusión de que el cerebro masculino pesaba una media de 1.350 g, mientras que el femenino solo llegaba a los 1.250 g. El investigador se basó en esa diferencia de peso para afirmar la superioridad intelectual del varón sobre la mujer. Conviene señalar que es cierto que los cerebros masculinos suelen pesar más que los femeninos, aunque ese hecho no tiene ninguna relación con la capacidad intelectual de las personas.

Pero von Bischoff no lo creía así, y defendió su tesis machista hasta el final de su vida. La lástima es que, tras su muerte, uno de sus discípulos quiso pesar el cerebro del científico. ¿Y adivinas cuál fue el resultado? 1.245 g. Menos mal que el pobre Bischoff ya no estaba vivo para afrontar semejante ridículo.

Mucho más fácil de disculpar fue el caso de George Atwood, un brillante matemático que no solo ha pasado a la historia por sus investigaciones, sino también por un desafortunado e involuntario desatino. Se cuenta que estaba tan absorto en su trabajo que, cuando vinieron a comunicarle que su esposa había fallecido en un accidente, respondió: “Está bien, pero que espere a que termine con esto”.

Y es que, como dijo Descartes, “Dios dispuso que las estupideces de los hombres fueran efímeras, pero algunas veces sus palabras las condenan a ser eternas”.
 
 
 
 Ni siquiera algunos reyes, portadores de la dignidad más majestuosa, se libran de inscribir su nombre en los anales de la historia de la estupidez humana. Es el caso de Gustavo III de Suecia, un monarca que detestaba el café hasta el punto de creer que se trataba de una bebida letal y que su consumo prolongado podía causar la muerte.