El rey Kamehameha V, último monarca de la dinastía Kamehameha, había
muerto sin dejar heredero ni nombrar sucesor al trono. Era diciembre de 1872.
Dos primos del difunto rey eran los candidatos más probables: William Charles
Lunalilo y David
Kalakahua. Lunalilo gozaba de más popularidad y le hubiera sido fácil forzar
a la Asamblea Legislativa a declararlo rey, pero en un acto de inusitada
humildad democrática, Lunalilo insistió en que todo el reino participara en la
elección. Se dio entonces lo que podríamos llamar la “campaña política” en que
ambos candidatos invitaron al pueblo a expresar su voluntad.
Kalakahua
incluso publicó una poética proclama en la hermosa lengua hawaiana que,
traducida al español, decía más o menos lo siguiente:
"¡Oh,
pueblo mío! ¡Compatriotas de antaño!
¡Alzaos!
¡Ésta es la voz!
¡Ho!
¡Todas vuestras tribus!
¡Ho!
¡Mi pueblo de antaño!
El
pueblo que consiguió y
forjó
el Reino de Kamehameha.
¡Alzaos!
¡Ésta es la voz!.
¡Dejad
que os dirija, pueblo mío!
¡No
actuéis en contra de la ley o de la paz del reino!”
Se celebró la consulta popular y Lunalilo ganó la votación.
Kalakahua caballerosamente reconoció su derrota. El reinado de Lunalilo
duró poco más de un año, pues falleció en febrero de 1874 y entonces Kalakahua
fue elegido de manera casi automática.
El reino de las islas de Hawaii había surgido entre 1810 y 1816, quizá
no como un reino convencional al estilo de las monarquías europeas, pero sí
como una nación unificada y regida por un monarca reconocido. A finales del
siglo XVIII, uno de los jefes tribales de aquellas paradisíacas islas logró,
tras una serie de batallas y negociaciones, unificar las islas de Hawaii bajo
el mando de un único gobernante, Kamehameha I, conocido como el Grande.
Aquellas islas de origen volcánico y desparramadas en mitad del océano
Pacífico, a medio camino entre Asia y América, fueron colonizadas a lo largo de
cientos de años por pueblos polinesios que se aventuraron en sus pequeñas canoas
desde otras lejanas islas, distantes miles de kilómetros. Así se fue forjando
el pueblo hawaiiano, creándose un elaborado entramado social basado en castas e
impregnado de tabúes religiosos y sociales conocidos como kapu.
Sin duda los navegantes españoles, en sus travesías entre las islas Filipinas
y sus posesiones de América, recalaron alguna vez en las islas de Hawaii pero,
extrañamente, no se interesaron demasiado por quedarse ni España hizo nunca reclamación oficial sobre
esas tierras.
Fueron, en cambio, los ingleses quienes, buscando un paso entre Alaska
y Asia, dieron con las islas que el capitán James Cook en 1778 decidió llamar Islas Sandwich, en agradecimiento
y honor al Primer Lord del Almirantazgo, John Montagu, cuarto conde de
Sandwich, que había financiado sus expediciones.
O sea, que apenas consolidado el poder de Kamehameha sobre la totalidad
del archipiélago, ya tuvo que lidiar con la presencia de los ingleses, lo que
complicaba la unificación apenas lograda, pues algunos jefes de las islas se consideraban
a sí mismos bajo la protección inglesa. Por esos años, hubo otro intento intervencionista
por parte de los rusos, que intentaron congraciarse con un vasallo de Kamehameha,
pero a pesar de todos esos escollos, el rey logró consolidar su poder e incluso
obtener el reconocimiento de Hawaii por parte de otras naciones como un reino
libre y soberano.
El siguiente monarca, Kamehameha II, tuvo, poco después, que enfrentar
otra intromisión extranjera que habría de ser más grave y de peores
consecuencias, pues en 1820 llegó a las islas un grupo de misioneros
protestantes que venían de Nueva Inglaterra, es decir, de los Estados Unidos de
América. En mala hora Kamehameha II les concedió un permiso limitado para hacer
proselitismo pues en pocos años el congregacionalismo
-así se llamaba la rama protestante que los
misioneros promovían- prendió entre los nobles de más alto rango y después
entre los plebeyos, que no hicieron sino seguir el ejemplo de sus dirigentes.
Hawaii se transformó en pocos años en una nación cristiana protestante. Las
estrictas actitudes de los misioneros fueron haciendo cambiar las costumbres y
hasta las leyes de los hawaiianos que, a pesar del rígido sistema kapu de reglas y tabúes, tenían, no obstante,
costumbres bastante relajadas en cuanto al sexo, la promiscuidad y la desnudez.
A lo largo del siglo XIX los misioneros y, a través de ellos, los Estados
Unidos fueron adueñándose del país, de sus tierras, e infiltrándose en el
poder. Kamehameha II dio a los extranjeros el derecho de adquirir tierras y
Kamehameha III lo amplió y les concedió otros privilegios. Comenzó a decirse en
Hawaii que “al comienzo los misioneros tenían la Biblia y la gente tenía la
tierra. Ahora la gente tiene la Biblia y los misioneros, la tierra”.
Para fines del siglo XIX los norteamericanos había transformado la vida
y la cultura de los hawaianos, introduciendo cultivos que antes no se
acostumbraban, como la caña de azúcar y el arroz, en detrimento de las cosechas
tradicionalmente hawaiianas como el taro, un tubérculo semejante a la papa o al camote, que era fundamental en
la cocina y la alimentación de los nativos. Para hacer frente a estos cultivos,
se propició la afluencia de inmigrantes asiáticos como mano de obra barata.
Poco después, los inmigrantes, tanto occidentales como asiáticos, superarían en
número a los propios hawaiianos. Eso sí, los estadounidenses no permitieron a
los asiáticos recién llegados compartir con ellos privilegios ni poder. Habían
venido sólo a trabajar
Quizá arrepentidos de ver cómo los estadounidenses se apoderaban y
explotaban las islas donde los ingleses habían desembarcado primero, el lord
británico George Paulet, de la Royal Navy, entró inopinadamente en febrero de
1843 en la bahía de
Honolulu y se apoderó de la fortaleza y con ello de la ciudad. A punta
de cañones exigió a Kamahameha III su abdicación y que Hawaii fuera cedido a la
corona británica. Kamehameha, aunque cesado como rey, presentó de inmediato una
queja al gobierno inglés y ¡oh, sorpresa!, el almirante Richard Thomas
desconoció las arbitrarias acciones de Lord Paulet y restableció en el trono de
Hawaii a su legítimo soberano Kamehameha III. ¡Todo esto en menos de seis meses!
Los norteamericanos no iban a resultar tan blanditos. Ya les
habían sacado a Kamehameha III y a sus sucesores
todas las concesiones imaginables e incluso otras difíciles de creer, como era
el hecho de que muchos de estos extranjeros estadounidenses, investidos también
con nacionalidad nominalmente hawaiiana, participaban en política e incluso
ocupaban posiciones clave como ministros o asesores del rey.
Ahora que Kalakahua había ascendido al trono, estaba claro que iba a
tratar de reducir y limitar el poder y la influencia de los extranjeros en el
gobierno y en el manejo del país. Desde el principio Kalakahua nombró y cesó a
los ministros de su gabinete como lo haría un verdadero monarca, buscando
siempre el bien de su pueblo.
Viajó a los Estados Unidos para negociar condiciones comerciales y tratados
que ayudaran a aliviar la depresión económica de Hawaii y buscó también
acercamiento con el imperio de Japón. Viajó igualmente a Inglaterra, Alemania,
Francia, Austria-Hungría e incluso visitó al Papa León XIII, logrando proyectar
la imagen internacional de sus islas y tratando de asegurar el progreso de su
pueblo.
Pero tanta independencia y autonomía no le gustó nada al Partido
Reformista, mejor conocido por todos como el “partido misionero”, y comenzaron
a acusar al monarca de despilfarro por sus viajes y por construir el palacio
Iolani, y a censurar sus intentos de acuerdos con otras naciones.
Un buen día de 1887, acompañados de una milicia armada, le impusieron
al rey una nueva constitución, que pasó a ser conocida como la “constitución de
la bayonetas”.
Esta nueva legislación despojaba a la monarquía de gran parte de su
autoridad y poder y, mediante un sistema de requisitos en ingresos y
propiedades para tener derecho a votar, privaba de esa facultad a casi todos,
como no fuera el grupo de empresarios y terratenientes extranjeros que dominaban
el país. La Asamblea Legislativa podía también anular el derecho de veto del
monarca y restringía sus facultades ejecutivas.
Algunos empezaron a hablar incluso de abolir la monarquía y surgió la
Liga Hawaiiana que, a pesar de su nombre no tenía ninguna postura nacionalista,
sino que hablaba ya de anexionar las islas a los Estados Unidos.
La salud de Kalakahua, seguramente entristecido por estos acontecimientos,
comenzó a fallar y el rey murió de una parálisis renal en enero de 1891 en San
Francisco, California, a donde había ido en busca de tratamiento médico. A su
muerte, asumió el trono su hermana la princesa Liliuokalani, que ya había
fungido como regente durante las ausencias de Kalakahua.
Casi de inmediato, la ahora reina Liliuokalani se dedicó a promulgar
una nueva constitución restaurando los derechos de los hawaiianos y reduciendo
la influencia de los extranjeros, lo cual produjo una feroz resistencia de los
empresarios-políticos estadounidenses que se pusieron, aún más activamente, a
buscar la anexión de las islas a los EUA. Contaron con el apoyo invaluable del ministro
plenipotenciario de los Estados Unidos en Hawaii, un tal John L. Stevens. Con
su ayuda, un grupo de trece importantes capitalistas crearon un Comité de Seguridad Pública,
pretendidamente para proteger las propiedades y las personas de los residentes
extranjeros.
Los barones del azúcar se sentían amenazados por la malvada reina.
Alegaban que Liliuokalani estaba intentando “por la fuerza armada y mediante
amenazas” desatar el derramamiento de sangre. “No podemos protegernos sin ayuda”,
gemían “y por ello imploramos la protección de las fuerzas de los Estados
Unidos”, mismas que se materializaron en la forma de dos compañías de infantes
de marina y una de casacas azules, que llegaron a bordo de la fragata USS Boston y tras desembarcar,
tomaron estratégicas posiciones en la legación y en el consulado de los Estados
Unidos, además de en el Salón Arion. El Comité de Seguridad Pública comunicó a
la reina que tenían la intención de declarar vacante el trono de Hawaii.
Horrorizada, la reina pidió apoyo al propio ministro Stevens,
suponiendo ingenuamene que el país que ella tanto admiraba y que recién había
visitado, con cuyo gobierno creía tener magníficas relaciones, se opondría a su
derrocamiento.
El Comité de Salud Pública proclamó entonces una república provisional
“hasta que las condiciones de la unión con los Estados Unidos hayan sido
negociadas” y nombró a Sanford B. Dole, un descendiente de misioneros convertido
en magnate del azúcar y además ministro de la Suprema Corte, como primer
presidente de la
República
Hawaiiana.
A Liliuokalani no le quedó más que hacerse a un lado, pues se esforzó
en efecto por evitar el derramamiento de sangre y aceptó, siempre ingenua y
esperanzada, “renunciar a mi autoridad hasta que el gobierno de los Estados
Unidos enmiende la acción de su representante”.
Los partidarios de la reina, encabezados por un tal Robert Wilcox, que
antes se había declarado enemigo de la monarquía pero que ahora decidió
defenderla de la descarada agresión estadounidense, intentaron organizar una insurrección,
con pocos o nulos resultados efectivos.
Entretanto, el presidente norteamericano Grover Cleveland condenó
enérgicamente de palabra el derrocamiento de la reina y apeló a su
restauración, ordenando una investigación que llevó a efecto un excongresista
apellidado Blount concluyendo que “los representantes diplomáticos y militares
de los Estados Unidos habían abusado de su autoridad”.
Entonces el descarado de Sanford Dole replicó criticando la interferencia
de Washington en los asuntos internos de Hawaii. El presidente Cleveland se
lavó las manos y le pasó el problema al Congreso, el cual ordenó otra investigación.
Esta vez el resultante Informe Morgan, contradiciendo la investigación de
Blount, exoneraba a Stevens y a las tropas estadounidenses de toda
responsabilidad en el derrocamiento.
Así las cosas, la República de Hawaii quedó establecida el 4 de julio de
1894 con Sanford B Dole como presidente, quien no contento con eso, al año
siguiente ordenó el arresto de la reina, utilizando la rebelión de Wilcox y el
hecho de haber encontrado algunos rifles y bombas caseras en los sótanos de su
residencia como pruebas irrefutables de su violenta rebeldía. Fue acusada de
traición y condenada a cinco años de cárcel y trabajos forzados, además de una multa,
sentencia que le fue gentilmente conmutada por un arresto domiciliario en el
piso superior de su residencia. Finalmente fue liberada en 1896
.
Liliuokalani siguió haciendo gestiones para recuperar su trono e incluso
presentó una demanda contra el gobierno de Estados Unidos por daños en sus
propiedades y reclamando para sí los bienes de la corona hawaiiana. Todo lo que
consiguió fue una pensión de 4 mil dólares anuales y las rentas de alguna
propiedad. Abandonó el palacio Iolani y se instaló en su antigua residencia de
Washington Place en Honolulu, donde vivió callada y tranquilamente hasta su muerte
en 1917.
Hawaii quedó anexado como territorio a los Estados Unidos en 1898,
mediante una resolución conjunta del Congreso estadounidense y no fue sino
hasta marzo de 1959 que se le concedió la condición de Estado de la Unión
Americana. Fue el número 50.