Con sus siete u ocho añitos el niño probablemente no comprendía lo que estaba pasando, pero estaba aterrado. Por más de que le habían dicho que la ceremonia en que le tocaba participar era algo muy importante y que debía sentirse orgulloso y afortunado de haber sido destinado para un honor tan grande, no podía dejar de sentirse abrumado por la muchedumbre, por el vocerío y los cánticos rituales, por el aroma penetrante del copal y los sahumerios. Lo que más le agobiaba era la opresiva presencia de los tlatoques, unos horribles personajes responsables de custodiar el templo y las instalaciones dedicadas a los dioses y, probablemente, de asegurarse de que él y los demás cautivos no escaparan. Pero él no era un prisionero ni un esclavo. Era hijo legítimo de sus padres y había sido escogido precisamente por ser un niño hermoso, de bellas facciones dentro de los estándares de su raza, esculpidas en una perfecta piel cobriza. Lo trataban con deferencia, casi con afecto y desde la mañana lo habían vestido con un colorido traje confeccionado con finas hojas de amate, esa corteza que, martillada, se convertía en delgadas láminas que parecían de papel o de seda. Le habían adornado la cabeza con un tocado de hermosas plumas de quetzal y le habían puesto brazaletes y collares de hermosas cuentas de jade verde. Le decoraron el rostro y parte del cuerpo con pintura vegetal de vivos colores. Lo pasearon por las calles y la gente, al verlo, lo aclamaba y elevaban los brazos al cielo, aullando plegarias y derramando lágrimas. Más tarde, ya caída la noche, lo llevaron a un adoratorio a orillas de la laguna donde lo obligaron a pasar la noche en vela, en medio de sacerdotes que no cesaban de entonar cantos rituales dirigidos al dios Tláloc. Por fin, a la mañana siguiente, lo colocaron en una litera bellamente decorada con flores y plumas de colores diversos, entre los que sobresalía el verde brillante de las plumas de quetzal. Sin que cesaran los cánticos ni el sonido de las flautas, la litera fue llevada a hombros hasta uno de los cerros cercanos a la gran Tenochtitlán, en cuya altura había un pequeño adoratorio. Allí se celebraría la horrible ceremonia. Agarrando firmemente al niño de brazos y piernas, los sacerdotes le arrancaron las uñas lentamente, una tras otra. El niño lloraba desconsoladamente y aquello era considerado un signo óptimo, pues entre más lágrimas derramara, más abundantes serían las lluvias que habría de conceder Tláloc, el dios homenajeado.
Finalmente uno de los sacerdotes tomó un cuchillo de obsidiana y con su afilada hoja degolló al pequeño, mientras otros recogían cuidadosamente en una jícara la sangre que salía a borbotones y entre espasmos de su cuello. Ese preciado líquido era ofrecido al dios, vertiéndolo sobre un brasero ardiente o usándolo para otros actos rituales, bebiéndolo o comiéndolo mezclado con harina o semillas.
Otro de estos carniceros dedicados al dios acabó de cercenar la cabeza del pequeño, pues había que horadarla por las sienes para ponerla sobre un palo para exhibirla en el tzompantli –una especie de osario- junto con los cráneos de otros sacrificados. El cuerpo del niño, en este caso, pudo haber sido arrojado al barranco que quedaba a un lado del adoratorio, o bien destazado, para ser comidas algunas partes.
Esta terrible y sangrienta escena se repetía a diario en la gran Tenochtitlán, particularmente en el mes atlacahualo, que corresponde a febrero en nuestro calendario, pues era el mes dedicado a Tláloc, aunque también se honraba en ese mes a su hermana Chalchitlicue.
Había seis cerros o montes en torno a la gran ciudad, en donde se habían construido pequeños adoratorios destinados al dios y que estaban orientados principalmente, aunque no de manera exclusiva, al sacrificio de niños, pues estas bestiales ofrendas continuaban durante el mes tozoztontli (marzo) y el mes huytozoztli (abril) y no cesaban hasta que no llegaran las lluvias abundantes.
¿De dónde procedían los niños destinados a este horrible sacrificio? La información es confusa, pero hay crónicas que dicen que muchos eran comprados a sus madres por dinero y que otros, siendo esclavos, eran cedidos por sus dueños. Pero hay quien afirma que, en casos especiales, la familias nobles ofrendaban a alguno de sus hijos, como cuando había terrible sequía o se ansiaba obtener buenas cosechas. Hay evidencias que muestran que en el año 1 Toxthli, correspondiente a 1454 en nuestro calendario, hubo una gran incidencia de estos sacrificios de niños, como lo evidencian las osamentas encontradas al pie de un pequeño adoratorio anexo al Templo Mayor, en la ciudad de México.
Los sacrificios tenían diversas posibles formas.
Algunos culminaban con el degüello y la
recolección de la sangre, pero otros consistían en sacar el corazón de la víctima,a quien se acostaba boca arriba en una enorme piedra redonda mientras cuatro sacerdotes o verdugos la sostenían y otro, el de más dignidad, le abría el pecho con un cuchillo de obsidiana y le sacaba el corazón, arrancándolo aún palpitante. De hecho, los sacerdotes dedicados a Tláloc estaban entre los más reverenciados en la dignidad eclesiástica de los antiguos mexicanos. Estos sanguinarios verdugos, se dejaban crecer el cabello indefinidamente y nunca se lavaban ni peinaban, limitándose a
secarse las manos empapadas de sangre en los cabellos y en el cuerpo. Es fácil imaginar el terrorífico aspecto que tenían estos asquerosos sacerdotes. En otros casos, los sacrificados eran desollados después de muertos, tarea que se hacía con mucho cuidado y habilidad para mantener la piel de la víctima en una sola pieza, pues los sacerdotes se la ponían, como si de una prenda se tratara, personificando así al dios.
Después de haberle sacado el corazón a la víctima o de degollarlo, el cuerpo era arrojado por las escaleras del templo, donde los encargados de despiezarlo, lo recogían.
A menudo, después de efectuada la extracción del corazón, el cadáver de la víctima era empujado y caía rodando por los escalones hasta la explanada que había abajo. Allí, se acercaban unos viejos encargados de llevar el cuerpo a un recinto donde lo despiezaban, para entregar después las diversas partes que iban a ser consumidas a los guerreros, señores o gente principal. Es poco probable que la gente del pueblo recibiera algo. La carne se cocinaba, hirviéndola junto con granos de maíz, para después comerla ceremoniosamente. Bernal Díaz del Castillo nos relata. “Oí decir que le solían guisar [al tlatoani Moctezuma] carnes de muchachos de pocaedad” y añade que como “nuestro capitán le reprendía el sacrificio y comer carne humana, que desde entonces mandó que ya no le guisaran tal manjar”. Otro cronista, Diego Muñoz, relata que en Tlaxcala “había carnicerías públicas de carne humana, como si fueran de vaca y carnero, como el día de hoy las hay”. Si esto es cierto, la noción de que sólo la consumían los nobles y en condiciones ceremoniales queda desmentida.
En otros meses, los sacrificios tenían otros propósitos. En hueytecuihuitl, el octavo mes, que caía en lo que para nosotros es junio y julio, se trataba de honrar a Xilonen, la diosa del maíz, y, en sentido más amplio, de la subsistencia. Para ello, se escogía a una doncella y se hacía una fiesta, pagada por los señores principales, que duraba ocho días y en la cual participaba toda la gente de la comarca, invitando particularmente a los pobres. Se servía de comer hasta hartarse y se bailaba y se cantaba sin parar, alumbrándose durante la noche con antorchas. Finalmente, la víspera del gran día, a la elegida la vestían con ricas ropas y la enjoyaban con los ornamentos propios de la diosa. Le daba a beber el octli divino, un pulque que la atontaba un poco y la hacía probablemente menos aprehensiva de lo que estaba ocurriendo. La hacían subir los escalones hasta la cima del adoratorio y allí, mientras uno de los sacerdotes la cargaba contra su propia espalda, ofreciéndole el frente de la víctima a otro, le abrían el pecho y le sacaban el corazón palpitante, para ofrecerlo a Xilonen y al sol.
Pero lo mejor, lo más grandioso, ocurría en el quinto mes, toxcatl, es decir abril-mayo para nosotros, el mes dedicado a Tezcatlipoca.
Éste era para los antiguos mexicas el señor del cielo y de la tierra, fuente de vida, tutela y amparo del hombre, origen del poder y la felicidad, maestro de las batallas, omnipresente, fuerte e invisible.
Algunos lo llamaban “dios de dioses”. A él estaba dedicado siempre todo lo mejor, lo óptimo, lo perfecto. Por eso se escogía, con un añode anticipación, a un joven guerrero, de origen noble y sin tacha, cuya perfección física y belleza fuesen indiscutibles. Durante un año se le cuidaba y mimaba con todos los deleites y comidas, con ricas ropas y lujos. Se le enseñaba a tocar la flauta, a cantar y a hablar en público.
Se paseaba por todas partes engalanado con plumas y cubierto con mantos bordados, mientras la gente lo aclamaba, lo aplaudía y lo veneraba como a un gran personaje, pues para los mexicas era la viva representación del gran dios Tezcatlipoca. Veinte días antes de la gran fecha, se le entregaban cuatro bellas muchachas, preparadas también de antemano para este gran honor, quienes pasaban a ser de inmediato sus mujeres y concubinas, complaciéndolo en todas las formas sexuales que el joven pudiera desear. Finalmente, el día de la ceremonia, el muchacho subía en libertad y por su propio pié los escalones del templo o adoratorio en medio de una gran solemnidad, mientras él arrojaba y rompía las flautas que había tocado durante los meses pasados. En lo alto, cuatro sacerdotes lo agarraban de brazos y piernas mientras el quinto le abría el pecho y le sacaba el corazón sangrante y lo colocaba sobre un brasero con ascuas ardientes donde se consumía y ascendía, convertido en humo, hasta el dios homenajeado. Después le cortaban la cabeza, misma que iría a para
al osario o tzompantli.
El tzompantli era un altar donde se empalaban ante la vista pública las cabezas aún sanguinolentas de los sacrificados con el fin de honrar a los dioses y se conservaban sus cráneos en una especie de estacada de madera. Fray Bernardino de Sahagún reporta que tan sólo en Tenochtitlan había siete tzompantlis. El del Templo Mayor contenía casi cien mil cráneos.
Las crónicas que hablan de los sacrificios humanos se refieren principalmente a lo que ocurría en Tenochtitlan y en la zona dominada por los aztecas pues sus autores eran gente que vino con Cortés, como Bernal Díaz del Castillo, o bien que se asentó en la zona central, como Fray Bernardino de Sahagún y otros cronistas. Sin embargo, la costumbre de ofrecer sacrificios humanos para aplacar a sus dioses o para ganar su favor parece haber estado ampliamente repartida en lo que hoy es México. Desde los olmecas, de cuya cultura conocemos poco porque ya se habían extinguido cuando llegaron los europeos, parece, no obstante, haber evidencias de que practicaban sacrificios humanos, particularmente de niños. En Tula, sede de la cultura tolteca, también se han encontrado osamentas de niños decapitados masivamente en alguna ceremonia ritual. En Teotihuacan, a pesar de lo poco que se sabe de esa cultura, tenemos la certeza de que practicaban sacrificios humanos, ya que debajo de la pirámide de la Luna se encontró un recinto con los esqueletos de varias decenas de hombres decapitados ritualmente. Se cree que podía tratarse de prisioneros de guerra.
Está perfectamente claro que entre los mayas los sacrificios humanos también eran cosa muy extendida. El Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, dice expresamente que los dioses exigían a los hombres la ofrenda de corazones, por haberles regalado el fuego. En las ruinas mayas existen infinidad de bajorrelieves y estelas donde se evidencian los sacrificios humanos, vinculados muchas veces con el juego de pelota, tras el cual los derrotados eran decapitados ceremonialmente. Mientras los mexicas practicaban con frecuencia la extracción del corazón en sus sacrificios, los mayas parecen haberse inclinado más hacia la decapitación e incluso el autosacrificio. En Petén existen murales que representan la creación del mundo y en la imagen el dios aparece cortándose el pene, para bendecir con su sangre y consagrar los cuatro árboles que son pilares del mundo. Se sabe que los sacerdotes mayas emulaban valerosamente al dios en sus ceremonias. Pero su creatividad no se detuvo allí, pues muchos de sus sacrificios consistían en arrojar bellas doncellas y también jóvenes guerreros a los cenotes, esos enormes pozos naturales que abundan en la geografía de Yucatán. Es muy probable que a las víctimas se les degollara o se les decapitara antes de arrojarlos a las profundidades, para evitar la posibilidad de que se escaparan nadando.
El sacerdote, empuñando un filoso cuchillo de obsidiana o de sílex, le abría el pecho, metiendo el cuchillo entre dos costillas y le arrancaba el corazón y, todavía palpitante, lo ofrecía al dios. La pericia y velocidad con las que realizaban este acto eran tales que antiguos relatos narran asombrosas historias de víctimas que, aun con vida, contemplan azorados durante algunos segundos su corazón
palpitar fuera de sus pechos.
Algo que probablemente nunca entendieron los españoles es que para los pueblos de México el titular del sacrificio no era la víctima sino el dios mismo a quien se honraba. Es decir, la víctima se convertía en el dios. Por eso la vestían con los atuendos de más lujo, con las mejores joyas y ornamentos que caracterizaban a la deidad que adoraban; por eso la alimentaban con las más deliciosas y especiales cosas, por eso tenía que tratarse de un niño hermoso o de una bella muchacha o de un guerrero valiente, admirable, perfecto.
Porque el sacrificio era como una renovación del mundo, en donde el dios o la diosa se personificaban. Y como la energía, la fuerza, el valor y todo lo bueno se concentraba en el corazón y en la sangre, por eso eran preciadas ofrendas que, al consumirse en el fuego, regresaban como humo y cenizas al mundo de los dioses. Por eso mismo, comer el resto del cuerpo era un privilegio ya que esa carne era algo divino, que les daba fuerza y energía.
Los europeos, lo mismo soldados que monjes o funcionarios civiles, se horrorizaron siempre de estas prácticas y las consideraron inspiradas por el diablo y muestras evidentes del salvajismo indígena y de una cultura que había que erradicar de manera total. Por eso tal vez pusieron tanto ahínco en evangelizar a los indígenas y llevarlos al cristianismo. Sin embargo, más modernamente hay quien especula que quizá gran parte del éxito que tuvieron los misioneros y monjes en esa labor cristianizante fue porque a los antiguos mexicanos les encantó la idea de un dios sacrificado. Cristo crucificado, martirizado, muerto, era la idea suprema de la nueva cultura y coincidía precisamente con lo que ellos venían haciendo desde tiempo inmemorial. Cristo podía ser Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Tláloc, el dios del maíz o quien uno quisiera. Y lo de comer y beber su cuerpo, aunque fuera de manera simbólica en pan y vino, también encajaba perfectamente.