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El pueblo de San Alejo había caído en un silencio inquietante que envolvía sus calles de adoquines desgastados y fachadas descoloridas. A la puesta del sol, los últimos rayos de luz se desvanecían tras las colinas, tiñendo el horizonte de un color anaranjado que parecía un intento desesperado de calidez en medio de la fría atmósfera que lo cubría todo.
Las ventanas estaban cerradas
con un celo casi obsesivo, como si los habitantes temieran que el más mínimo
susurro del exterior pudiera perturbar su frágil paz. El aire estaba impregnado
de un aroma a tierra húmeda, resultado de las lluvias intermitentes de los días
previos, pero incluso ese olor tan familiar se sentía ajeno, como si el mismo
pueblo hubiera decidido atrapar su esencia en una burbuja de inquietud.
Caminando por la plaza
central, Clara sintió cómo el silencio se intensificaba. Era extraño, pensó,
cómo el bullicio habitual de los niños jugando y las conversaciones animadas de
los ancianos se había disuelto, dejando solo una calma opresiva. Las sombras se
alargaban bajo las farolas apagadas, y cada paso que daba resonaba con un eco
sordo que parecía burlarse de su curiosidad.
“¿Dónde están todos?”,
murmuró para sí misma, consciente de que la pregunta no encontraría respuesta.
La última vez que había visitado San Alejo, el lugar vibraba de vida; sin
embargo, ahora, era como si un hechizo oscuro hubiera caído sobre él, llevándose
consigo la alegría y las risas, dejando a su paso un vacío que helaba la
sangre.
Clara recorrió una de las
calles laterales, donde las casas parecían inclinarse unas sobre otras, como si
compartieran un secreto que no querían revelar. Detuvo su mirada en una puerta
entreabierta, una grieta de luz brillando tenuemente en la penumbra. Fue
entonces cuando oyó un leve murmullo, casi imperceptible, que provenía de
dentro. El sonido hirvió en su mente como un hilo de curiosidad y miedo
entrelazado.
La tentación fue demasiado
fuerte. Se acercó y tocó suavemente la puerta, que se abrió con un chirrido
apenas audible, revelando un pequeño vestíbulo vacío. La luz provenía de una
habitación adyacente, donde podía distinguirse la sombra de una figura. Clara
contuvo la respiración y asomó la cabeza.
Allí, en el corazón de la
oscuridad, una anciana estaba sentada frente a una mesa cubierta de velas
apagadas. Su rostro, surcado por arrugas y una tristeza profunda, se iluminó al
notar la presencia de Clara. “Has venido en el momento justo”, dijo con voz
quebrada. “El pueblo ha elegido callar, pero hay cosas que deben ser
escuchadas…”
Y así, en aquel rincón
olvidado del mundo, Clara descubrió que el silencio no era solo la ausencia de
sonido; era un grito ahogado, un recordatorio de historias perdidas que
aguardaban a ser desenterradas. Mientras la anciana comenzaba a contar, el eco
del silencio se desvaneció, reemplazado por relatos de amor, pérdida y
esperanza que regresaban a la vida, uno a uno, como las luces que una vez
iluminaron San Alejo.