A Raquel le gustaban, desde muy pequeña, todos los animales.
Por ella, hubiera convertido su casa en un zoo. Le hubiera gustado tener una
perra, un conejo, un periquito, una pata y un loro.
Conforme fue creciendo, los animales de su gusto fueron aumentando
también de tamaño.
Cuando
iba a empezar bachillerato, su animal preferido era el caballo.
Quería tener una yegua. Su padre le prometió un pony si terminaba con éxito el bachillerato.
Pero ella no quería un pony, quería una yegua de verdad, es decir,
grande y mejor aún- si era una yegua de
carreras.
En casa no se veía con buenos ojos este capricho. Iba a ser
un problema el alojamiento de la yegua; había que buscar una cuadra y a alguien
que la cuidara. Además, iba a salir caro.
Raquel no era buena estudiante, se le amontonaban los suspensos
y su padre y madre para motivarla le prometieron la yegua si sacaba los estudios con sobresaliente.
Aceptó. Como quería tener la yegua le pareció que hincar los
codos se le haría fácil.
El primer curso terminó aprobando por los pelos.
Su padre le recordó que si quería la yegua tendría que
mejorar las notas.
Y empezó a estudiar con más atención. Algún día tuvo que abandonar
planes con los amigos y amigas ante la inminencia de un examen.
Conforme iba estudiando empezó a descubrir los misterios de la
naturaleza, los secretos de los minerales, la grandiosidad del fondo marino...
Estudiar empezaba a ser una aventura apasionante. Cada vez se
sentía más impulsada a conocer cosas nuevas. Los libros le abrían un panorama
de conocimientos sin límite.
Se metió tanto en los estudios que, poco a poco, se fue olvidando de la yegua.
Terminó
el bachillerato con notas brillantes y al felicitarla su padre y su madre les
dijo: