Pese a que juró no cambiarse de camisa hasta que conquistara Granada, cosa muy castiza, la reina Isabel la Católica no era partidaria de la fiesta de los toros, que en su tiempo ya estaba muy arraigada.
En una carta le manifiesta a su confesor fray Hernando de Talavera: «de los toros sentí lo que vos decís, aunque no alcancé tanto; mas luego allí propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran y no digo prohibirlos porque esto no es para mí a solas». Debió añadir: «me lavaré la camisa pero no cejaré, como en Granada, hasta que no desaparezcan de mi vista esos innobles festejos». Pero no.
Desde entonces, a través de los siglos, todos los gobernantes han jugado a la demagogia de presidir esta tortura y muerte de reses bravas con la cara feliz y nunca de asco. Ver a un rey de España en barrera aplaudiendo una estocada tiene un morbo patibulario.