No lo sé.

Calor. Calor excesivo. Que parece que la cabeza va a explotar y las neuronas escaparán, emprendiendo un misterioso viaje por confines que no conocen. Así era aquella noche, con más de treinta grados, que parecían ochenta. Era insoportable. No quiero caer sin embargo en lo de siempre: cuando llueve, las quejas porque llueve; cuando hace calor, las quejas por el calor. No quiero, decía, caer en el inconformismo diario de las personas, tan solo quiero graficar el panorama de aquella noche.

Eran cerca de las dos de la mañana, y yo estaba acostado (por no decir tumbado) en mi cama, sin poder conciliar el sueño. Normalmente me duermo cerca de las doce, pero aquella vez no podía. Por lo referido anteriormente: el lapidario calor.

No se escuchaba sonido alguno, salvo de vez en cuando algún atrevido limón que cayera del limonero de la casa de al lado.

La ventana de mi pieza estaba abierta, pero las gotas gruesas de sudor se desplazaban a lo largo de mi cuerpo, por la cabeza, el pecho, la espalda, las piernas. Era una sola masa de agua; el colchón estaba hecho una sopa.

No podía, decía, dormir; no había forma. Terminó por abatirme el aburrimiento.

“Tengo que hacer algo”, me dije, luego de estar caminando por espacio de media hora a lo largo y ancho de toda la casa.

Me senté en la cama y prendí un radio-reloj que tenía desde hacía un par de años. Busqué una frecuencia más o menos decente y la dejé a un volumen adecuado a esa hora. Luego de algunos minutos, mis ojos comenzaron a entrecerrarse y empecé a soñar. Desperté al rato, dirigí mi vista hacia la radio y contemplé la hora: las cinco y cuarto.

Harto de escuchar la música que estaban pasando, y un poco más relajado, decidí apagar el artefacto.

Oprimí el botón, pero no se apagó. Insistí algunas veces más, sin obtener resultado alguno.
Me sorprendió porque jamás había fallado el aparato. Me levanté de la cama y la desenchufé.

Observé, asombrado, que la música seguía sonando. Hice un último intento sacándole las pilas que lleva, pero sucedía lo mismo.

A pesar de todo ello, era tal el sueño que me agobiaba que decidí seguir durmiendo con la música puesta.

Al otro día sonó la alarma, como siempre, a las siete y media de la mañana. Me costó levantarme, ya que había pasado una noche complicada. Me dolían un poco los músculos; de todas maneras debía levantarme para ir a trabajar.

Mientras hacía el desayuno recordé el episodio del radio-reloj. Sinceramente no le di demasiada importancia; atribuí lo ocurrido a mi excesivo cansancio y al desmedido calor.
 
Terminé de tomar el café y fui a darme una ducha para refrescarme un poco. A pesar de ser temprano, la temperatura ya era alta.

Cuando estaba bañándome creí escuchar la radio prendida. Salí inmediatamente, sin siquiera secarme,
pero cuando llegué a la pieza no se percibía sonido alguno. 

Ya preparado, salí de mi casa y me dirigí hacia la parada del trolebús. Transcurrieron algunos minutos hasta que llegó. Durante todo el trayecto no pude dejar de pensar en lo sucedido. Quizás no me preocupaba tanto lo de la noche anterior como lo que había acontecido minutos antes. ¿Sería posible estar tan sugestionado por lo sucedido como para escuchar la radio mientras me hallaba dentro del baño, siendo que estaba desenchufada y sin pilas?

Lo cierto es que entré a mi oficina todavía pensando en el asunto.

Cuando salí del trabajo, a las ocho de la noche, poblaba el asfalto una leve llovizna, lo que hacía elevar el nivel de humedad. Comencé a transpirar excepcionalmente.

Llegué a casa, un poco consternado a causa de la cantidad de niños que había visto mendigar al salir del supermercado. ¡Y yo con mis bolsas llenas, dispuesto a preparar una cena exquisita!

Después de ver eso, vi como una estupidez mi “problema” del radio. Entendí que no era otra cosa que una alucinación producto del calor. Apenas entré a casa empecé a preparar la comida, porque el hambre que tenía era atroz. Estaba esperando que leudara la masa para la pizza, recostado en mi cama, y cuál no sería mi sorpresa al escuchar que la radio había comenzado a sonar. ¡Se había prendido sola!

No supe qué hacer, cómo reaccionar. Estuve algunos minutos recostado, sin moverme y sin poder creer lo que estaba pasando. Traté de convencerme de que no estaba sonando.

Me levanté de la cama y la vi: estaba prendida. La espalda me transpiraba como nunca antes.

No se me ocurría a qué podía atribuir aquel fenómeno. “Tengo que hacer algo urgente”, me dije.

Podría llevarla a algún taller, para repararla, pero a esa hora estaría ya todo cerrado. Creí conveniente llevarla al día siguiente. Fui, entonces, a la cocina a terminar de preparar la comida.

De todas maneras esa noche comí casi nada; estaba muy pendiente del asunto de la radio.

Siendo las once y media me fui a la cama a leer un rato, antes de dormirme. La radio ya no sonaba.

Pareciera que se prendía y apagaba a su gusto, caprichosamente.

Luego de haber leído un rato dejé el libro en mi escritorio, apagué la luz y me acosté a dormir.

Experimenté por todo mi cuerpo una mezcla de indignación con un tremendo susto cuando, siendo alrededor de las tres de la mañana, comenzó a sonarla radio. Me levanté de la cama, e inútilmente intenté apagarla; incluso quise bajar el volumen, pero no pude.

Permanecí en vilo toda la noche por el sonido de la música. Cuando, a las siete y media, sonó la alarma, yo estaba despierto, sentado en mi cama y con los ojos bastante doloridos.

Me bañé y, sin siquiera desayunar, me vestí y salí al trabajo con mi radio bajo el brazo. ¡Que suerte tuve que no sonara mientras estaba en mi oficina!

Cuando salí en el horario del almuerzo fui a un taller, para dejar el aparato y que lo revisaran. Me dijeron que lo buscara por la noche, de manera que decidí comer algo por ahí y volver a la oficina.

Estuve toda la tarde pensando en el asunto, tratando de encontrarle un por qué lógico a la situación.

Salí, como siempre, a las ocho y me fui directamente al negocio donde había dejado mi radio.

-Hola-le dije al vendedor-, vengo a buscar la radio.

¿Cuánto le debo?
-No, nada.-me respondió-No tiene nada de malo. La revisé totalmente y no tiene fallas. Dígame, ¿qué es lo que le fallaba a usted?

-Bueno, en realidad, no es que fallara, sino que...-no sabía que decirle, cómo salir de aquel apuro. ¡No podía referirle los hechos que en realidad habían sucedido!-Gracias, de todos modos. Hasta luego.

Ahora sí que no entendía nada. ¿Cómo podía “no tener nada de malo” si se prendía y apagaba a su gusto y piacere? En fin, me fui a casa tratando de ocupar mi mente en otro asunto. No quería pensar más en la radio.

Cuando llegué la dejé sobre el escritorio de mi pieza y me dispuse a preparar la comida. Prendí la hornalla, busqué una olla, le coloqué agua y la puse en la hornalla. Cuando me disponía a sacar los fideos del paquete y ponerlos al fuego escuché una voz que decía: “¡Luciano! ¡Luciano!”.

No podía creer lo que estaba oyendo. Alguien me llamada, sin embargo, ¡yo estaba solo en casa!

Intenté no darle mayor importancia, pero minutos después escuché: “Luciano vení, vamos a conversar un rato”. En ese momento me di cuenta que en realidad alguien estaba llamándome. Se me erizó instantáneamente la piel. Creí entender que el llamado provenía de mi pieza; allí acudí entonces.

Mientras me dirigía a mi dormitorio persistían los llamados. Cuando entré, una voz me dijo: -Al fin llegaste, ¡ya estabas tardando demasiado!
Podrías dejar los fideos para después, y venir a charlar conmigo, ¿no te parece?

No terminaba de asimilar si me hallaba en un enfermizo y perverso sueño, o era real lo que estaba ocurriendo. Me quedé quieto en el marco de la puerta y con un poco de miedo pregunté: -¿Qu...qu...quién e... es? -¿Quién va a ser?- me contestó la voz- ¡Yo, tu radio!
No supe qué decir. El cuerpo no me respondía, no lograba mover mis músculos. Estaba temblando como si hiciera un frío tremendo.

Al ver que ya no hablaba, la radio comenzó a pasar algunas de mis canciones favoritas. “Esto ha llegado a un límite”, pensé para mí.

Decidí ponerle punto final a la situación. Apagué el
agua de los fideos, tomé la radio y me dirigí hacia la calle. Después de cerrar el portón de calle a mis espaldas me dirigí al baldío que hay a dos cuadras de casa, y arrojé la radio lo más lejos que pude; quedó amontonada junto con algunas gomas quemadas, pedazos de madera, de cartón.

Al llegar a casa me sentí mucho más tranquilo, habiéndome desecho del aparato que me traía desconcertado y turbado desde hacía algunos días.

Comí la cena mientras leía un libro y me fui a dormir más temprano que de costumbre. No me costó dormirme, ya que la preocupación que se había adueñado de mí hacía algunos días había desaparecido.

No creo poder describir la sorpresa y el pánico que me invadieron cuando a la noche escuché una voz que me inquiría:
-Te has portado de una manera bastante reprochable para conmigo.

Me levanté de la cama totalmente sobresaltado y miré instintivamente hacia el escritorio: ahí estaba la radio, hablándome nuevamente.

Me quedé mirándola por espacio de algunos minutos, para ver si volvía a hablarme pero no lo hizo. Al instante comenzó a sonar la música.

En realidad, no creo conveniente dejar sentado por escrito los hechos que mencioné anteriormente.
Es mas, la última vez que conté a alguien lo ocurrido me fue bastante mal.

Porque, yo digo, aquellos acontecimientos no son excusa válida como para encerrarme en un edificio
tan monótono y asqueroso como un manicomio, ¿o me equivoco?

Uy, discúlpenme por un minuto, creo que la radio me está llamando.

Autor: LUCIANO ONETO