Noche de reyes.

Año 2008. Sala de Urgencias de un Hospital situado en algún lugar.

Dieciocho y cuarenta y cinco de la tarde; la sala de urgencias del Hospital General se halla en un momento de máxima saturación. Los pacientes a los que ya les han sido practicadas las primeras curas, son remitidos provisionalmente a un largo y estrecho pasillo, en el cual se ha improvisado una angosta sala con capacidad para una veintena de camas. Allí deberán de aguardar los enfermos, aquellos resultados que determinaran, dependiendo del diagnóstico, si han de volver a sus casas, o se les ingresara en planta donde permanecerán en observación hasta que su estado de salud permita darles el alta.

Un intenso y penetrante olor a gasas, pomadas y antisépticos envuelve el recinto.

Las camas se hallan dispuestas en dos columnas, una frente a la otra, y tan sólo dejan un estrecho pasillo para poder transitar de un extremo a otro de la sala. La intimidad de los enfermos apenas existe, dado que una simple sábana separa una cama de las otras, siendo tal la proximidad, que es imposible no escuchar las respiraciones, quejidos

y suspiros de aquellos cuyo dolor no se ha conseguido mitigar. También se pueden escuchar las conversaciones de los sanitarios con los hospitalizados y su acompañantes, teniendo estos últimos que soportar la espera en un reducido habitáculo que se les ha reservado junto a la cama del enfermo; allí, en una pequeña e incómoda butaca se les permitirá acompañarles hasta conocer los resultados de análisis y radiografías que habrán de determinar su dolencia.

-¡Vi por el espejo retrovisor de mi coche que el camión se me venía encima! –

Explicaba con voz apagada, pero a la vez indignidad, una joven de unos veinte años de aspecto angelical.

Reclinada en una de las camas, la muchacha presentaba en su rostro lívido y juvenil las magulladuras y moratones producidos por el accidente, sus brazos estaban entablillados y su cuello se hallaba sujeto por un collarín. 

-¡Vi al conductor por el espejo retrovisor, le vi como en una mano sujetaba el volante, mientras en la otra sostenía el teléfono móvil con el que hablaba! ¡Le vi perfectamente cuando me atropellaba! – Insistía la joven en tono lastimoso e impotente, a sus acompañantes y al guardia civil de tráfico, el cual tomaba buena nota sin que en su rostro se denotase emoción alguna.

Vicenta y su hijo mayor, escuchaban con curiosidad e indiferencia. Durante los veinticinco años transcurridos, desde que en una noche Reyes una mala circulación sanguínea provocó en Vicente una hemiplejia que dejó su cuerpo semiparalizado; ya eran muchas las ocasiones en que habían sido testigos de semejantes situaciones.

- ¡Tengo sed! ¡Tengo mucha sed, agua por favor! – Un grito suplicante e histérico surgió del fondo del estrecho pasillo que conforma la improvisada sala. Nadie respondió. Las enfermeras que se movían apresuradamente arriba y abajo, dando sensación de impotente suficiencia, hicieron caso omiso a los desgarradores y suplicantes lamentos.

En las incontables recaídas que como secuelas de la trombosis venal sufrida, habían obligado a Vicenta acudir a Urgencias en el Hospital General, nunca había sido testigo de semejante hacinamiento e indolencia.


 -¡Aquí vienen enfermos de muchos lugares, este Hospital se ha quedado demasiado pequeño para acoger a tantos enfermos!

- ¡Si es que ya tenían que haber construido un Hospital mucho más grande!
-¡La culpa es de los nefastos recortes que se han aplicado a la Sanidad!
La voz procedente de la cama situada al fondo del pasillo de nuevo sonó implorante.

-¡Agua, agua por favor, tengo mucha sed!
El acompañante de la cama contigua a donde procedía la amarga suplica, se acercó en un gesto humanitario botella de agua en mano, con intención de ofrecer alivio a la demanda sedienta e aquel enfermo olvidado, al llegar frente a la cama, halló en ella a una señora mayor que le contemplaba con los ojos muy abiertos, y que al verle prorrumpió en tremendos alaridos.

-¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? ¡Socorro, auxilio, al ladrón!

Ante la sorpresiva e inesperada reacción de la enferma, el misericordioso samaritano se quedó petrificado y sin saber cómo reaccionar.


La voz agria y desagradable de una soberbia enfermera le sacó en forma desabrida de su incomodo atolladero.

Los murmullos y comentarios al respecto, se sucedían y escuchaban, por parte de los pacientes y acompañantes, preocupados e indignados por la atmósfera agobiante que allí imperaba.
 

-¡A esta enferma no se le pueden dar líquidos! ¿Es usted acaso familiar de la misma?

-No…, no, yo tan sólo quería ayu… dar - Las explicaciones y excusas que el pobre hombre a duras penas intentó balbucear, fueron cortadas con sequedad por la omnipotente enfermera.

- ¡Para atender a los enfermos ya estamos aquí el personal cualificado! ¡Así que haga el favor de quedarse junto al enfermo que esté acompañando, y no entorpezca nuestra labor!

Al regresar el buen hombre junto al enfermo que estaba acompañando, la ocupante de la cama situada enfrente, habiendo sido testigo de la escena, le comentó:
- La pobre anciana sufre de la enfermedad de Alzheimer, se encuentra sola, igual que yo; su sobrina, una chica muy joven, estuvo unos instantes acompañándole, pero ya se marchó.

-Y usted, ¿no tiene a nadie que le acompañe? – le preguntó el buen samaritano.

- Tengo una hija y un hijo; la hija me la embaucó un camello drogadicto, y entre él y la droga me la arrebataron. El hijo es buena persona, pero su esposa es una auténtica arpía que le tiene absorbido el seso, y no le permite visitarme. Así que aquí me encuentro sola, con una dolorosa artrosis que me está matando – La enferma, una señora cuyo rostro demacrado aparentaba mucha más edad de la que en realidad tenía, aprovechó para desahogar sus sentimientos reprimidos, y hacer más llevadera la tediosa espera con un poco de conversación.

Una voz potente, autoritaria y perentoria se alzó procedente de la entrada a laimprovisada sala de urgencias.

-¡POR FAVOR…! ¡PRESTEN ATENCIÓN! ¡ ¡ATIÉNDANME POR FAVOR!

¡ACÉRQUENCE LOS ACOMPAÑANTES DE LOS ENFERMOS!

Un doctor cuya altura sobrepasaba lo normal, con el rostro sofocado y esforzándose en transmitir y aparentar tranquilidad, requirió la presencia de todos los familiares que acompañaban a los enfermos.

-Tenemos muchas urgencias que atender esta noche, debido a ésta circunstancia, los familiares que se hallen acompañando a algún enfermo deberán abandonar la sala, con ello pretendemos poder alojar en el espacio que ocupan a otros enfermos, que de otro modo no tendríamos de ubicarlos.

La incertidumbre asaltó el ánimo de los familiares acompañantes, que ante la expectativa de tener que abandonar sus seres queridos en aquella penosa situación de vulnerabilidad, protestaron todos a una, produciéndose un gran revuelo.

El doctor que hacía de portavoz, se esforzaba intentando apaciguar a los exaltados acompañantes, al tiempo que la enferma de Alzheimer que se hallaba al final de la sala, alterada por el revuelo que allí se formó, de nuevo comenzó a vociferar.
-¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡AYUDA, AL LADRÓN!

En ese momento, surgiendo entre la confusión reinante, aparecieron de pronto en la improvisada y ya atestada sala de urgencias, tres majestuosas figuras; eran los tres Reyes Magos de Oriente que con porte augusto y regio, marchaban por el angosto pasillo formado por las camas, con actitud indolente y magnánima, ajenos totalmente al agobio y desesperación provocados por la situación extrema que allí se estaba viviendo.

Al llegar al lugar en que se encontraba postrada Vicenta, ésta se hallaba sola al haber tenido que acudir su hijo a la llamada del médico portavoz; y en la intimidad que les envolvía, los tres Reyes y Vicente parecieron quedar aislados en una luminosa neblina que fue testigo mudo de la charla que entre ambos se produjo.

““-“¡Vicenta, cuánto tiempo ha transcurrido! Veinticinco años ya hace que nos pediste vivir lo suficiente para poder ver crecer a tus hijos y servirles de ejemplo y de guía. ¿Qué vas a pedirnos en esta ocasión?”

Vicenta con la resignación que proporcionan años de postración, respondió a sus Sabias Majestades.

-“En este mundo y en el otro, la eternidad ha de ser testigo de mi agradecimiento, pero la forma en que he vivido estos años, ha nadie le deseo. Más, he sido feliz al ver cumplido y realizado mi deseo de contemplar como crecían mis hijos, y verlos ya hoy, convertidos en personas honradas y seres humanos de buen corazón. Ahora realizadas mis ilusiones, y no deseando seguir siendo un lastre para ellos. Quiero pediros que se cumpla ya mi destino” ””

 Los Reyes Magos acabaron su visita a la sala de urgencias. Al marcharse se encontraron frente a frente con el hijo de Vicenta, y en el estrecho pasillo tuvieron serias dificultades al cruzarse – dado lo angosto del paso, y la ampulosidad generosa de las vestiduras y capas de su regias Majestades-, lo cual fue motivo de risas y regocijo por parte de algunos de los enfermos que observaron sorprendidos, tan inusual y chocante situación.

El hijo de Vicenta encontró a su madre dulcemente dormida. Era el sueño de los justos. En el exterior, los niños agitaban jubilosos “las hachas” encendidas, con la intención de llamar la atención de los Reyes Magos de Oriente y sus pajes, manteniendo viva la esperanza, la fe y la ilusión de la noche de La Epifanía.

Un cielo pletórico de estrellas enmarcaba la escena, una de ellas que brillaba con especial intensidad, no pasó desapercibida a los hijos y nietos de Vicenta, que aquella noche lloraron amargamente su ausencia definitiva, recordando una máxima que siempre tuvo ella presente y les transmitió a ellos como filosofía de vida.

“La fe infunde esperanza, la voluntad doblega a el destino; con fe y voluntad se afrontan las dificultades que encontramos en el camino”